Marco y los tristes

Marco y los tristes
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En el pueblo de Marco, nadie había recibido una buena noticia en su vida. Pero un buen día, un carromato lleno de globos irrumpe en el pueblo... En exclusiva, el último cuento de La Última Nube ediciones para todos vosotros.

En el pueblo de Marco, nunca nadie había recibido una buena noticia en su vida, por eso, lo llamaban el Pueblo de la Tristeza. Sus habitantes visten ropas oscuras y tienen terminantemente prohibido sonreir. Hasta Marco debe llevar una bufanda para ocultar las sonrisillas que se le escapan sin remedio…

La Última Nube ediciones nos ofrece este nuevo cuento de la colección «Cuentos en el bolsillo«, escrito en exclusiva para los lectores de El Balcón de Mateo. Lo puedes descargar gratis en tu tablet.

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MARCO Y LOS TRISTES

Texto: Nadia Lafuente Iruzubieta
Ilustraciones: Rebeca Jiménez Pintos

 

Hace tiempo, existió un pueblo singular. Por los alrededores, era conocido como el pueblo de la Tristeza. Tal y como indicaba su apodo, era un pueblo triste, igual que sus habitantes, los cuales lloraban, al menos, una vez al día.

Nunca nadie había recibido una buena noticia, y por lo tanto, ni siquiera sabían cómo darlas a los demás. Los tristes, así fueron bautizados por las gentes de los pueblos vecinos, vestían ropas de colores oscuros, y si a alguien se le ocurría salirse de la gama recomendada por el alcalde en su último discurso, sería castigado severamente, pues su destino era estar triste, quisieran o no.

El cielo estaba siempre cubierto en el pueblo de la Tristeza, parecía que una enorme nube, sacada de uno de los cielos más nublados jamás visto antes, se hubiera acomodado justo encima de él, sin ninguna intención de mudarse a otro lado. Los tristes, siempre tenían preparado el paraguas, pues nunca se sabía cuando la nube iba descargar la lluvia suficiente como para llegar a desbordar el río; el cual no daría abasto ese día, pues las lágrimas derramadas se confundirían con sus aguas.

Cuando sólo unas pocas personas habían llegado a aquel territorio para asentarse en él, un periódico, con escasos recursos, salió a la luz. Había un problema, aunque ellos no lo consideraran como tal, únicamente se contaban las malas noticias, ni una sola de las alegrías que ocurrían en el pueblo o alrededores se hacían saber. Esto fue agriando el carácter de los habitantes de aquel atormentado pueblo. Las conversaciones en las calles, los comercios o las cafeterías, se asemejaban mucho a  un concurso, en el que aquel que contara la mayor de las desgracias sería el ganador.

– ¿Sabes?, me tienen que operar del dedo anular.

– ¿Ah, sí? ¿No te he dicho que a mí me operan del dedo índice la semana que viene? Mucho peor que del anular, ¡dónde va a parar!

Y así, el pesimismo campaba a sus anchas, invadiendo el ambiente, algo enrarecido de por sí.

– ¿Del índice? Ten cuidado – incluso había personas que no dudaban en inventarse información con tal de quedar como el mayor de los pesimistas -, hay gente que ha perdido la mano por una operación igualita a la tuya.

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Los camareros tenían prohibido servir a sus clientes vasos medio llenos, siempre debían estar medio vacíos, y si alguien hacía ademán de querer sonreír, entonces sí que se las vería con la ley. Por este motivo, los chistes, chascarrillos, o cualquier tipo de burla estaban prohibidos. Era preferible no tentar a la suerte, lo mejor era pasar inadvertido y no presumir de tener demasiado ingenio. Como a aquel desdichado al que se le ocurrió, en una ocasión, inventar un día en el que se harían bromas los unos a los otros; lo bautizó como El día de los inocentes. Incluso diseñó un monigote que había que pegar, de la forma más disimulada posible, en la espalda del vecino. No había terminado aún de exponer su genial idea al alcalde, cuando dos hombres vestidos con traje y corbata, y sin mediar palabra, lo expulsaron del pueblo para siempre.

Sin embargo, para Marco, era muy difícil contener la risa o dejar de usar la imaginación. No sabía cómo, pero a cada paso que daba sus labios se arqueaban dibujando una sonrisa, e incluso, en ocasiones, cometía la imprudencia de enseñar los dientes. Optó por ir siempre con bufanda, ya hiciera frío o calor, así se taparía la boca y nadie sospecharía que era un niño feliz.

Sus padres eran muy tristes, no se explicaban el extraño caso de su hijo. Marco no paraba de imaginar, jugar y soñar a escondidas. Deseaba crecer deprisa para poder viajar a otros lugares, diferentes al sitio en el que le había tocado nacer, donde apreciarían su ingenio y le sacarían partido.

Aunque su madre le obligaba a vestir con colores oscuros, igual que todos los niños, Marco guardaba un secreto. Debajo de todas las capas, escondía una muy especial, una camiseta de color rojo que había encontrado jugando algo más allá, donde no debía estar. Lo único que conseguía ponerle igual de triste que los demás, era que nunca podría contarle a nadie cuánto le gustaba.

No es que el alcalde del pueblo de la Tristeza fuera mala persona, nadie de allí lo era, simplemente no sabían qué era la felicidad, nadie se la había enseñado antes. Preferían vivir en la ignorancia, esto les hacía sentirse seguros.

Una mañana, un sonido les alertó recién hubo amanecido. Nunca habían oído nada igual, cada vez estaba más cerca. Los vecinos cerraban las ventanas y las puertas con cerrojo, y miraban por las ranuras de las persianas, pues podía más la curiosidad que el miedo.

Marco, se levantó de la cama dando un brinco, se asomó a la ventana y pudo escuchar aquel ruido que sonaba tan bien; éste le hizo dar pequeños golpecitos con la punta del pie en el suelo, siguiendo el ritmo con una enorme sonrisa. Un momento después, su madre entraba en la habitación:

– ¡Marco! Entra, puede ser peligroso, y deja de sonreír, podrían verte, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? ¿Qué voy a hacer contigo? – le riñó su madre agarrándole del brazo y cerrando la ventana.

Pero, Marco pensó que su madre estaba muy equivocada, nada peligroso puede hacerte sonreír o sentir cosquillas en la nuca.

Se vistió a toda prisa y bajó sigiloso a la calle. Aún escuchaba el sonido que le había despertado, ya llegaba a la plaza, así que corrió en esa dirección.

Cuando llegó, asomó la cabeza sin dejarse ver demasiado, pero no había nadie conocido por allí, tan solo alcanzaba a ver una especie de carro de madera repleto de objetos que Marco jamás había visto antes. Él aún no lo sabía, pero en la parte de arriba alguien había atado meticulosamente, una veintena de globos de vivos colores. Se podían ver libros de aventuras, de esos que Marco y los demás niños tenían prohibido leer, y unos enormes botes de cristal rebosantes de caramelos. También, artículos de broma y otros juegos terminaban de rodear el puesto ambulante, pero de momento, nadie parecía regentarlo.

 Marco y los Tristes. Cuentos en el bolsillo

 

Marco se acercó aún más para comprobar que una bola muy grande y transparente, con una base que tenía una pequeña ventanita, reposaba sobre el mostrador. En su interior, otras  bolas de cristal, pero mucho más pequeñas, se amontonaban unas encima de otras esperando impacientes.

Marco preguntó:

– ¿Hola?

– Sí, sí, ¡ya voy! – la voz femenina, que salió del interior del carro, pertenecía a Alegría, una dulce señora, aunque nadie lo diría, por su estatura y juvenil aspecto, ya que podría tener la misma edad que Marco -, ¡por fin has llegado! Bien, tu debes de ser…- dijo mirando un papel que parecía contener una lista -, ¡Marcos!

– No – dijo Marco sorprendido -, es Marco, sin s…

– ¡Ah! Es cierto, sólo eres uno…Ja, ja, ja – rió escandalosamente Alegría.

Marco se echó a reír, cuando de pronto, se dio cuenta y paró tapándose la boca con su bufanda.

– Veo que me vas a dar más trabajo del que esperaba…- exclamó Alegría saliendo de su puesto ambulante.

Marco no entendía nada, pero de lo que sí estaba seguro era de querer degustar aquellas más que apetecibles golosinas, y ver más de cerca los globos, pero se contenía, pues la imagen de un posible destierro aparecía amenazante en sus pensamientos.

– Bueno, querido, comencemos por quitarte esta molesta bufanda…- dijo Alegría agarrando la bufanda de Marco por un extremo, y tirando de él, haciéndola resbalar hasta el suelo -, muy bien, esto está mucho mejor.

– ¡No! No puedo quitármela, usted no lo entiende…- recriminó Marco a Alegría que lo miraba satisfecha -, me verán sonreír y entonces me echarán de…

– Ja, ja, ja ¡menuda tontería! Sigamos, ahora el jersey, deja que todo el mundo pueda ver tu preciosa camiseta roja, confía en mí – ordenó Alegría guiñándole un ojo.

– ¿Qué? ¿Cómo sabe que…? – preguntó Marco que no podía creer que aquella desconocida conociera su secreto.

El niño se quitó el jersey mirando de un lado a otro con miedo a ser descubierto.

Se sintió liberado, aunque no seguro de estar a salvo.

– ¡Muy bien! – gritó Alegría mientras aplaudía emocionada.

– ¡Chsss! Más bajo, por favor – le pidió Marco asustado.

– No pasa nada, de hecho deberíamos haber empezado ya, hay que avisar a la gente, se me hace tarde y aún me quedan muchos pueblos por visitar – dijo Alegría acercándose a la bola de cristal en la que se hubiera podido meter sin problemas-, ¿ves esta bola? Está cargada de buenas noticias.

– ¡Está definitivamente mal de la cabeza! ¿Sabe las consecuencias si alguien se entera de esto? – preguntó Marco -, creo que debería marcharse antes de que le ocurra algo terrible.

– ¡Madre mía! Ves, eso es contra lo que lucho, el pesimismo, todo va a salir bien, hay que pensar en positivo, toma un caramelo, venga no te prives – le dijo Alegría abriendo uno de los botes.

Marco se lo pensó dos veces, pero comprobó que estaban solos y cayó en la tentación…¡Qué rico! Era tan, tan…¡No sabía cómo definir aquel sabor! La sonrisa más dulce apareció en su cara.

Una vez perdió el miedo, jugó sin parar con todos esos objetos tan extraños que Alegría le sacaba del interior del carro, y comió dulces hasta casi perder el sentido. Ahora tenía la prueba de que sentirse feliz no era nada malo.

– Muy bien, ahora, debemos ponernos a trabajar – dijo Alegría haciendo girar una pequeña manivela que sobresalía justo encima de la ventanita.

Comenzaron a salir las bolas, la primera tenía un nombre grabado alrededor, Alegría le ordenó que lo leyera a través de un megáfono que le dejó prestado. Al principio, Marco dudó, pero miró a Alegría y ésta le sonreía con mirada cómplice.

– Ejem…- se aclaró la voz y se acercó el megáfono a la boca -, Desolación García.

– ¡Más alto! – gritó Alegría mientras tocaba un pequeño acordeón.

Marco y los tristes

 

– ¡Desolación García! – dijo más alto esta vez, y repitió con más ganas aún – ¡Desolación García!

De pronto, la puerta de una casa se abrió, y una señora apareció en el umbral.

– Soy yo…- dijo con miedo levantando ligeramente la mano.

Marco abrió la bola y leyó el papel que contenía.

– ¡Dentro de poco podrán pagar su deuda y todo se arreglará! – gritó Marco.

La señora se quedó muy quieta, no sabía muy bien qué hacer, ¿sería cierto? De pronto, un rayo de sol le obligó a cerrar los ojos.

Alegría sacó la siguiente bola.

– ¡Angustias Gómez! – gritó Marco, de nuevo -, ¡Angustias Gómez!

Otra puerta se abrió.

– ¡Han encontrado la cura para la enfermedad de su marido, pronto mejorará!

La otra señora tampoco podía creerlo, de nuevo, el sol la cegó a ella también. Alegría sacó unas gafas de sol y se las colocó satisfecha.

La tercera bola, y las que le siguieron después, provocaron que la plaza se llenara de personas sonrientes. Incluso el alcalde se unió a ellas, pues había una buena noticia para cada uno de los habitantes del pueblo de la Tristeza, el cual ya no se conoce por este nombre, y en el que el sol llegó a un acuerdo con las nubes.

Sólo quedaba una bola por sacar, era de color rojo y ponía Marco a su alrededor. Alegría la leyó en voz alta:

– Muy pronto, ¡podrás viajar y descubrir lugares en los que nadie ha estado aún!

Marco no borraría aquella sonrisa nunca más.

Marco y los tristes

 

 

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